Sep 22, 2016

La Expo, donde lo real y la ilusión hallan su lugar



La Expocruz es esa gran puesta en escena de septiembre en la que todos encontramos nuestro lugar. Hoy, por ejemplo, soy la montaña sonriente que intercepta a los que acaban de entrar para averiguar sus presupuestos, intereses y motivaciones. Georgina es la primera cazada.

Es una tía sonriente que reincide, que viene por segunda vez acompañada de dos sobrinos, Alex, un adolescente robusto interesado en la tecnología, y Patricia, una madre joven que quiere ver bisutería nacional. A Georgina no le parece caro pagar Bs 50 solo para tener derecho a mirar y se ha traído otros Bs 1.000 para tratar de aprovechar las rebajas.

Clarita, en cambio, no tenía pensado pagar los Bs 25 que cuesta la entrada de menores, creía que los estudiantes entraban gratis y ha agotado el 40% de su presupuesto solo en la entrada. Del año pasado aprendió que debe traer a sus dos hijos cenados, porque no fue agradable pagar Bs 20 por un locro sin presa ni orégano en los quioscos de afuera. Sabe, además, que de los 125 que le quedan debe guardar Bs 40 para el taxi de vuelta. A sus hijos pequeños les interesa los animales y los teléfonos nuevos. A ella, distraerlos un rato.

Más allá del portón de ingreso, la Fexpo huele a fritura, el aire es pesado y húmedo, el humo del cielo está oculto tras el neón y todo suena a reguetón caribeño.

Por fuera, todo parece tener cierta lógica. En la zona cercana al tercer anillo externo y hasta la calle ancha que divide transversalmente la Fexpo, están las autoventas. Hacia el centro están los pabellones VIP, donde se ofrecen burbujas habitacionales a precio de propiedad con vista al mar. Al lado está el escenario principal, que puede ofrecer rock, folclore, reguetón o música cristiana. Hoy es el turno del valle y Danubio trata de alegrar a un público raquítico y frío.

Más apegado al cuarto anillo están los animales. Hay gigantes blancos y mansos, ponis estresados que se creen garañones, gallinas y patos insomnes y mulas tercas capaces de arrastrar a un exprefecto para estupor de sus peones. Detrás de esa frontera invisible trazada por la calle popular están los pabellones populares, donde la microempresa se apeñusca en un desorden controlado y trata de hacer el negocio que salvará su año.

Apariencias
Pero esto es una exposición y hay que mostrarse. Hay que poner su nombre sobre la vagoneta de $us 77.000 que se acaba de comprar, hay que tomar la selfie en el restaurante más caro, hay que lucir el cuerpo trabajado durante meses para la ocasión y hay que contratar como azafata a la modelo más cara para demostrar poderío económico.
También hay que comprar.

En la zona automotriz hay hombres que hunden la cabeza en el motor de un cero kilómetro, hay campesinos recién enriquecidos que acarician el tapizado de un Fiat cargando bolsas de regalo de Toyota, hay marcas chinas que tratan de ganar confianza con créditos, marcas alemanas que conquistan con la forma, rusas que exudan fiabilidad bajo la imagen fiera y hay gente -sobre todo- fotografiándose al lado de la moto o el auto que tal vez nunca podrán pagar. La feria es también donde están las mujeres más lindas de Santa Cruz. Son las azafatas. Ahí está Desirée Durán regalando selfies a cada paso mientras filma sus cápsulas para EL DEBER, de vez en cuando asoma la cabeza Stephani Herela, la chica Corimexo, pero hay que hacer 15 minutos de cola para tomarse una foto con Anabel, la exreina del Carnaval que parece una muñeca en vitrina en el stand de un banco.

Hay gente que solemos ignorar, como los 360 barrenderos que mantienen limpias las 14 hectáreas en tres turnos, o Vicente Tomichá, el guardia de seguridad de Toyota que evita que la gente raye los autos, o Carmen, la joven de 30 años que come la sopa de fideo que trajo de su casa a la sombra de un camión en el stand donde la contrataron como personal de limpieza. Más allá está María Luisa Nogales, confinada a un cubículo de un metro de ancho, que trata de vender papas, pipocas y maníes a un público que busca otras cosas. Ha pasado 25 de sus 67 años viniendo a la Fexpo para vender sus saladitos, la ha visto crecer, cambiar, mejorar, pero cada nuevo éxito de la muestra achica más su cubículo.

Lo oculto
La Fexpo no es un lugar para estómagos débiles. Dentro de los pabellones ‘Pymes’, los promotores asaltan al visitante con sorbitos de brebajes coloridos que resultan ser licores vallegrandinos, mermeladas de todo lo que frutea en la región, panecillos multisabores, bebidas energéticas y una pócima rosada y lechosa que me ofrece Katherine y que contiene maca, chía y soya. Ella -chiquita, risueña, joven- promete que si le compro un frasco y tomo un vaso antes del almuerzo, perderé los muchos kilos que me sobran.

Eso me indica que es hora de huir. Venir a la Expo cansa. Veo a padres que hacen berrinches a sus hijos para escapar del olor a establo del sector pecuario, patios de comida que destilan aceite, gente adinerada y bien vestida haciendo cola por una comida gratis y un vaso de whisky, gente mal vestida, fotografiando ilusiones, gente uniformada recogiendo basura, azafatas equilibradas en un pie como si fueran garzas que tratan de hacer circular sangre en pies cansados, hombres de camisas mangalarga y perfume estridente que vinieron a cazar azafatas y taxistas que duplican sus tarifas para llevarte a casa


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